Comunicaciones de cantina
John Chesterman
Mos Eisley es una ciudad fronteriza, y el sórdido bar estaba abarrotado por
criaturas de otros planetas: comerciantes, tratantes, tripulantes espaciales autónomos
buscando un trabajo, timadores y forajidos de una docena de mundos.
De algún modo, Ben Kenobi y él tenían que encontrar un piloto que los
llevara en su desesperada misión. Su viejo tutor se zambulló en la multitud y
Luke se quedó solo, maravillado ante la extraordinaria variedad de formas de
vida que le rodeaba. ¿En qué pensaban? ¿Qué extraños sentidos y habilidades
poseían? Y, sobre todo, ¿en cuáles de ellos podían confiar?
El universo ya había revelado algunas extrañas formas de vida, y cada año
se descubrían más. Los viajeros que regresaban de las partes más remotas de la
galaxia hablaban incluso de gigantes nubes de gas, vagando en el espacio
exterior, que habían evolucionado en una especie de inteligencia basada en
campos de fuerza internos. Por norma, cuanto más grande y complejo es el
cerebro, mayor es la inteligencia, pero muchos de los supercerebros eran
demasiado grandes para moverse de forma independiente y se mantenían a menudo
cerrados en sí mismos. Luke había visto imágenes de algunos de ellos, como los
macizos de algas gigantes del sistema Cygnus B y, quizá el más extraño de
todos, el océano “pensante” que cubría el planeta Solanus. Era un mar tan rico
en químicos que podía transportar miles de millones de procesos de pensamiento
en sus oscuras profundidades, aunque se negaba a participar en los asuntos
galácticos y pasaba su tiempo jugando consigo mismo, creando y modificando elaboradas
estructuras cristalinas y meditando sobre su propia identidad.
Pero eso, como diría Han Solo, es otro mundo. Aquí, en Tatooine, Luke se
encontraba con un rango biológico más familiar. Por muy extraña que fuera su
apariencia exterior, al menos caminaban y hablaban.
Aunque el bar era ruidoso, Luke se dio cuenta de que no todas las
conversaciones eran audibles. En frecuencias más elevadas de las que podía
escuchar, había una cacofonía ultrasónica de chirridos y silbidos. Unos
klytonianos hablaban entre ellos de una punta a otra de la sala usando
vibraciones en los campos eléctricos generados por las escamas de cuero que
cubrían sus cuerpos, unos telépatas unían sus cabezas inclinadas en las
esquinas, tratando de acallar la cháchara de las ondas cerebrales a su
alrededor, y los olfaxes olfateaban el aire, conversando en lo que
probablemente fuera el lenguaje más sofisticado de todos: el lenguaje de los
olores.
Un ser humano tiene 5 millones de células sensoriales que responden a las
señales olfativas, y un perro, que es uno de los principales olfaxes
terrestres, tiene 150 millones. Pero en algunos de los planetas oscuros, muy
lejos de la estrella más cercana o cubiertos por densas nubes, han evolucionado
olfaxes que tenían la mitad de su cerebro dedicada al olfato.
Usando tres diferentes tipos de nervios del mismo modo que los humanos
tienen tres receptores luminosos distintos en sus ojos, pueden “oler” en color
y en 3-D. Con los ojos cerrados pueden decirte no sólo quién estaba en el bar,
sino también donde estaba situado cada uno. No había forma de ocultarse de un
olfax, y las tropas de asalto imperiales raramente los atrapaban porque sus
sensibles narices los detectaban mucho antes de que se les pudiera ver. Era
imposible mentirles porque su olfato detectaba el verdadero significado detrás
de tus palabras. Un olfax puede oler la ansiedad, o el miedo, o la confianza
con la misma facilidad que un humano puede oler el pan recién hecho.
Luke solía preguntarse cómo los olfaxes, con su visión limitada, pudieron
descubrir el resto de la galaxia, hasta que el viejo Ben Kenobi le indicó que
muchas formas de radiación producen olores. La luz ultravioleta, por ejemplo,
convierte el oxígeno en ozono, y fue el característico aroma de este último lo
que dio a los olfaxes la primera pista del universo.
-Pero ten en cuenta –añadió el anciano-, que están indefensos en los vuelos
espaciales. Sus ordenadores químicos son lentos comparados con los nuestros, y
en el vacío no puede olerse nada.
-¿Qué especie tiene los mejores pilotos? –preguntó Luke, y para su sorpresa
Ben había extraído su ajada copia de la Enciclopedia Universal y la había
abierto en una imagen de una criatura con aspecto de insecto con grandes ojos
múltiples.
-Ésta –dijo-. Yo sigo necesitando ordenadores, pero estos pueden hacer los
cálculos en su cabeza. Mira sus ojos con todas esas facetas. Sus cerebros han
evolucionado para coordinar todas esas imágenes automáticamente. Piensan
matemáticamente. Para ellos, el cálculo de trayectorias y órbitas es algo
natural, y son los mejores navegadores astrales que jamás haya encontrado.
¡Tienen una tasa de fusión de parpadeo de más de trescientos!
-¿Qué significa eso? –preguntó Luke.
-Es la velocidad a la que pueden captar información. Si tú ves más de 20
imágenes por segundo, se reproducen juntas como una película, pero podrías
mostrar a esas criaturas 300 imágenes por segundo y aún verían cada una de
ellas como una imagen fija independiente. ¡Así de rápidos son!
”Pero ten cuidado con ellos. Como miembros de una tripulación, no son de
fiar porque no tienen emociones. La lealtad no significa nada para ellos. No
tomarán riesgos y te abandonarán si creen que eso es lo mejor para ellos.
Luke recordó las palabras de Ben Kenobi mientras echaba un vistazo por el
bar. ¿Cómo era esa frase que había usado el viejo guerrero? “No importa qué
aspecto tengan, lo que importa es cómo piensen”. ¿Pero en qué pensaban esos
seres, bioeléctricos, telépatas, olfaxes, y los sensibles a la temperatura cuyo
mundo era un arcoíris de diferentes temperaturas, y los ultrasónicos que podían
ver a través de él? No por primera vez, se alegró de que Kenobi –y la Fuerza-
le acompañara.
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