Rompiendo lazos
Paul Sudlow
Leia mantuvo un aire de calma absoluta mientras el
embajador barabel daba un puñetazo sobre la mesa de conferencias. Gruñendo
maldiciones en su lengua nativa, el barabel se explayó contra la Nueva
República, el Imperio, y las negociaciones en general.
-Lamento que encuentre que la solicitud de acceso a
las instalaciones del espaciopuerto de Alater-ka sea irrazonable, embajador. Tal vez pueda sugerir una alternativa –dijo
Leia con voz relajante. Con suerte, podría tranquilizar al furioso barabel,
reconociendo que los estallidos violentos y los gestos agresivos eran, de
hecho, un componente en el estilo negociador de los alienígenas.
-Irrazonable no, Organa Solo –gruñó el barabel,
inclinándose sobre la mesa hasta que su rostro quedó a escasos centímetros del
de Leia-. ¡Imposible! Barab I no
albergará al ejército de la Nueva República. El Imperio ya era lo bastante
malo. ¡Lo que pedís es una locura!
El barabel pretendía enfatizar sus afirmaciones
golpeando de nuevo la mesa de conferencias con el puño, justo frente a Leia.
Normalmente, la visión de un barabel furioso era suficiente para convencer a la
mayoría de seres racionales para que capitularan, y el furioso embajador creía
que su tamaño y su ferocidad persuadirían fácilmente a Organa Solo para
conceder unos términos del tratado más favorables para su pueblo.
Un férreo agarre sujetó su muñeca, deteniéndola
antes de poder golpear la mesa, y una voz áspera y felina susurró.
-No hará daño a la Mal’ary’ush –dijo la voz, sedosa y amenazante-. Retrocederá ahora.
El embajador barabel se volvió rápidamente sobre sí
mismo, dirigiendo un feroz golpe hacia el pequeño alienígena de piel gris que
había aparecido a su lado como por arte de magia. El golpe nunca llegó a su
destino, y el embajador sólo tuvo tiempo para registrar su sorpresa antes de
caer de espaldas cuan largo era en el frío suelo de piedra de la sala de
conferencias. Perdió la consciencia un instante después.
Acercándose rápidamente al barabel caído, Leia
confirmó sus temores: el guardaespaldas noghri que había estado acechando en
las sombras había usado las peculiares artes marciales de su especie para dejar
inconsciente al furioso embajador. Al menos no estaba muerto, pensó Leia.
Los problemas asociados a sus guardaespaldas noghri
se habían vuelto evidentes en los días que siguieron al asalto en Monte
Tantiss. Varias especies que habían sido alguna vez esclavizadas por el Imperio
objetaron ante la relación de Leia con los noghri. El representante elomin en
la Nueva República llegó al extremo de llamar “esclavista” a Leia. Mon Mothma llevaba
meses presionándole amablemente para que rompiera sus lazos con los noghri, aunque
Leia no estaba segura de si realmente podría
cortarlos; conseguir distanciarse un poco de sus excesivamente celosos protectores
era lo máximo que podía esperar.
-Disculpas, Lady Vader –gruñó el noghri-, pero
temía que le golpeara. Eso no puede permitirse.
-Lo sé, Ahk’laht –dijo Leia con un suspiro-. Pero
yo no puedo permitir más incidentes como este. Entre los problemas políticos
asociados con vuestra deuda de vida hacia mi familia, y esto –dijo, haciendo una pausa y señalando al barabel tendido en el
suelo-, simplemente no puedo permitir que sigáis a mi lado.
Ahk’laht parecía desalentado, y Leia le puso la
mano en el hombro para confortarle.
-Esto no es un deshonor, Ahk’laht –dijo,
suavemente-. Simplemente, ya no requiero de vuestros servicios. Envía un
mensaje a los dinastas de los clanes en Honoghr –dijo finalmente-. Diles que tú
y tus camaradas regresáis a casa.
Ahora, pensó sombríamente Leia, todo lo que tengo
que hacer es explicar este lío a Mon Mothma. Creo que prefiero enfrentarme al
barabel cuando se despierte...
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