viernes, 20 de febrero de 2015

El regreso de un Gran Almirante

El regreso de un Gran Almirante
Bill Slavicsek

El capitán Pellaeon se encontraba de pie en el puente del destructor estelar Quimera, mirando las estrellas al otro lado del ventanal. En otro tiempo, todas esas estrellas habían pertenecido al Imperio, y cada ser de cada planeta a su alrededor se había arrodillado ante la majestad del Emperador. Ahora el Imperio, o lo que quedaba de él, ocupaba a penas una cuarta parte de los sistemas de la Galaxia Conocida. El Emperador estaba muerto, su Imperio moribundo. Y durante cuatro años parecía como si Pellaeon hubiera mantenido unidos los restos por sí solo. Hoy, cedería ese deber a otro.
A su alrededor, en la cubierta de mando y en la trinchera de tripulación bajo ella, los jóvenes tripulantes trabajaban para mantener al Quimera en posición en los límites fronterizos. Tenía que admitir que estaban intentando comportarse como dignos imperiales. Pero intentarlo no era suficiente para frenar la expansión de la Nueva República. Muchos de los oficiales y tripulantes con experiencia habían muerto con el Emperador cuatro años atrás... habían muerto con el Ejecutor… con la segunda Estrella de la muerte. Tantas muertes. Tantos muertos. Igual que el Imperio...
-¡No! –gritó Pellaeon para sí mismo, expulsando de su organismo el hastío y la melancolía. El Imperio no estaba muerto. Estaba herido, eso no podía negarse. Y se estaba escorando como una nave dañada en batalla, con su casco abierto y los sistemas de soporte vital fallando... pero, al igual que esa nave, el Imperio aún podía seguir luchando. Aún tenía la capacidad de llevarse a sus enemigos consigo en su último salto, y tal vez tuviera incluso más que eso. Tal vez la guerra finalmente diera un vuelco.
Pellaeon pensó en la Batalla de Endor. Su propio comandante había muerto cuando el Quimera recibió un impacto desde un Crucero Estelar Mon Calamari, y él dio un paso al frente para comandar la nave. Cuando la Flota quedó reducida a una desorganizada sombra de su antiguo ser y su destrucción parecía inminente, fue Pellaeon quien ordenó a las naves que se retiraran. Durante cuatro años se había esforzado por mantener unida la Flota y mantener el Imperio intacto. Pero estaba perdiendo. Cada día que pasaba veía otro sistema estelar escapándose de su control, y otra victoria anotada por la Nueva República. Era cada vez más difícil mantener a raya a los comandantes de las demás naves, y evitar que algunos moffs decidieran por su cuenta declarar sus sectores como nuevos gobiernos. Estaban luchando una guerra en dos frentes: un acoso en retaguardia contra lo que solía ser la Alianza Rebelde, y una batalla contra las ambiciones y deseos de aquellos imperiales con una mínima cantidad de poder personal.
El capitán estaba cansado. Era viejo, y sus ideales procedían de una época distinta. Había servido al mando de hombres como Lord Darth Vader, el Gran Moff Tarkin, y el almirante Piett. Había recibido órdenes del Emperador. Ahora veía que el fin estaba a la vista, el fin de todo en lo que había creído, todo a lo que había servido. Al menos, así era como se sentía unos días atrás... hasta que llegó el mensaje.
Llegó de las Regiones Desconocidas, en un paquete de holo-ráfagas encriptadas, saltándose todos los demás sensores de comunicación para centrarse en las unidades de comunicación holográfica privadas del Emperador que se habían instalado en todos los Destructores Estelares al comienzo de la historia imperial. A través de esas holo-cápsulas, el Emperador y sus servidores de más confianza podían comunicarse a grandes distancias. Incluso los códigos de encriptación eran correctos. Cuando Pellaeon se dio cuenta de las señales que estaban llegando, un escalofrío recorrió su columna vertebral. Nadie había usado las holocápsulas desde la muerte del Emperador. Era un fantasma del pasado, y Pellaeon se quedó mirando el panel de comunicaciones durante un largo tiempo. “Mensaje recibido”, indicaba el panel, haciendo parpadear las palabras por la pantalla de prioridad en urgentes intervalos. Finalmente, el capitán Pellaeon se alejó del panel de comunicaciones y subió a la holocápsula para recibir el mensaje.
Pellaeon se arrodilló en la cápsula, esperando ver como el tétrico rostro del Emperador aparecía en forma de holograma sobre su cabeza. En lugar de eso, fue saludado por un humanoide de piel azul, rasgos poderosos y brillantes ojos rojos. Esos ojos parecieron atravesarle, evaluándole con ardiente intensidad. Pero fue la voz lo que convenció a Pellaeon de que ese hombre era un imperial de alto rango. No hablaba con volumen elevado, pero su voz era fuerte, y vibraba con los tonos del mando.
-Soy el Gran Almirante Thrawn –le informó el holograma-. He estado lejos, pero ahora he regresado. Sé algunas de las cosas que han ocurrido. Me informará de los detalles cuando suba a bordo. Alégrese, capitán, porque el Imperio volverá a alzarse. Encontrará coordenadas de astrogación que he codificado en esta transmisión. Esperaré su llegada.
Y ahora Pellaeon estaba esperando en la frontera a que llegara el Gran Almirante. Sus miedos y preocupaciones habían desaparecido. Ahora sólo quedaba la emoción de las glorias pasadas y la promesa de las glorias venideras, personificadas en un Gran Almirante llamado Thrawn y transportadas a bordo de una lanzadera que volaba desde lo desconocido hasta las bahías de hangar del Quimera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario