James S. A.
Corey
-Seddia Chaan –dijo el guardia, repitiendo el
nombre que figuraba en mis documentos de identificación.
-Sí –mentí.
Me devolvió los documentos, asintió con su gran
cabeza verde grisácea, y se apartó. Traté de mostrar la sonrisa fría pero
educada que supuse que una importante fabricante de armas ofrecería a un
portero, y entré en el club. Después del calor y la humedad, pasar al aire
fresco y seco era como llegar a otro mundo. Oolan era una ciudad barcaza en un
mar abierto, con sus edificios unidos mediante puentes y separados por canales
en una arquitectura en constante movimiento. Este mes, las corrientes la habían
llevado al norte, casi al ecuador planetario. Al siguiente, flotaría hacia el
sur hasta que el hielo azul verdoso chocase contra los cimientos de los
edificios y la escarcha cubriese los pasamanos de los puentes. Para entonces,
mis planes eran estar de vuelta con la flota rebelde, después de haber
realizado mis entregas, y mi última identidad falsa sería un vago recuerdo. Si
al día siguiente aún seguía en Oolan, significaría que había ocurrido algo
inesperado.
Dado mi historial, no sería demasiado extraño.
El club privado estaba construido como una única
sala circular con ventanas de tres metros de alto en el borde exterior. En el
centro, un núcleo negro conformaba las salas de reunión privadas y ascendía a
los niveles superiores. Una grabación de música de arpa bith llenaba el aire,
con un sonido tan definido que parecía que las notas tuvieran bordes. En el
exterior de las grandes ventanas, la ciudad ondulaba hacia arriba, hacia los
lados, caía y volvía a levantarse, transportada por el oleaje oceánico. Una
docena de lanchas repulsoras de brillantes colores zumbaban por el canal, con
sus pilotos humanos y quarren en aparente competición para ver quién era el más
temerario. Me alisé el dobladillo de la chaqueta y miré a mi alrededor con aire
casual a la docena aproximada de miembros del club recostados en sillones o
junto a las mesas. El hombre que yo buscaba era humano, de edad avanzada, y
sólo lo había visto en fotos y hologramas. Tratando de parecer despreocupada,
pulsé mi comunicador.
-¿Elecuatro?
-Señora –dijo la profunda y grave voz del droide.
-¿Hasta qué punto estamos seguros de que está aquí?
-Al noventa y seis por ciento.
-Muy bien, descríbeme ese cuatro por ciento
restante.
-El general podría haber sido descubierto, y el
individuo que pilotaba su transporte desde la base orbital podría haber sido un
impostor –dijo mi droide centinela-. ¿Algún problema ahí dentro, señora?
-Sólo trato de encontrarle. Deja que dé otra pasada
–dije, y corté la conexión.
Seddia Chaan, ingeniera de seguridad de la
Cooperativa Salantech, habría caminado por la sala con los movimientos secos y
estudiados y la actitud impasible de la ex agente que era. Ya que me estaba
haciendo pasar por ella, lo fingí. Un droide de servicio flotó hacia mí y
preguntó con una voz cuidadosamente diseñada si podía ofrecerme algo de beber.
Seddia Chaan no tomaba sustancias intoxicantes, así que pedí un té. Los hombres
y mujeres de las mesas y los sillones me miraron y luego apartaron la vista,
educados y distantes de un modo que me habría revelado que estaba en el corazón
del Imperio aunque me hubiera despertado ahí con la mente completamente en
blanco.
Comencé la operación meses atrás, siguiendo el
rumor de que el alcaide de una prisión política imperial podría haber comenzado
a simpatizar con algunos de sus prisioneros. Ese rumor debía de llevar semanas
circulando y degradándose, ya que no había ningún alcaide imperial, no había
ninguna prisión involucrada, y el general Cascaan no tenía realmente demasiada
simpatía hacia la rebelión. Pero aparte de que todos y cada uno de los datos
fueran incorrectos, las cosas habían ido bastante bien. Seguí a Cascaan al
sistema Entiia, encontré a su amante clandestina en Oolan, y comencé las
negociaciones. Todo el proceso había sido tan seguro como hacer equilibrios con
una rata de fuego verdoriana sobre la nariz, pero lo había logrado, todo salvo
la última parte. El encuentro en persona y el intercambio.
Estaba en mi tercera pasada por la sala y casi
había terminado mi taza de té, cuando lo reconocí. Estaba sentado solo en una pequeña
mesa alta casi contra la ventana. Tenía la mano cubriéndole la boca y la mirada
fija en el brillo cristalino y metálico del complejo de edificios, al otro lado
del canal. Una vez que lo vi, pude perdonarme por no haberlo reconocido de
inmediato. Todas las imágenes que había visto de él eran las de un hombre de
espalda recta y barbilla erguida con brillantes ojos negros y una mirada
desafiante. EL hombre de la mesa estaba encorvado. Su piel oscura tenía un tono
ceniciento, y sus ojos estaban húmedos y vidriosos. Cuando se removió en su
asiento, pude ver la fuerza física en su cuerpo, pero mientras estaba inmóvil,
parecía el abuelo de alguien.
En mi trabajo, he visto toda clase de traidores,
desde aquellos que temían ser descubiertos, a los que sentían placer con sus
maldades, pasando por otros para los que sólo se trataba de negocios. El hombre
de la mesa no era ninguno de esos. Parecía que eso le ponía enfermo. Eso era
malo. Me puse la amable sonrisa de Seddia Chaan y comencé a acercarme a él.
-¿Señora? –dijo L4-3PO.
-Todo va bien, le he encontrado.
-Tenemos otro problema. Un vehículo ha aterrizado
en la plataforma superior de la torre. El registro lo identifica como la nave
privada de Nuuian Sulannis.
-Tal vez sea miembro del club –dije, sin aminorar
la marcha.
-Las probabilidades de que el interrogador imperial
que ha estado investigando al general llegue aquí por coincidencia cuando vais
a reuniros son de...
-Estaba bromeando, cielo. Gracias por la
advertencia. Mira a ver si puedes hablar con el sistema informático del club, y
trata de retrasarle. Seré rápida.
-Sí, señora.
Me deslicé en la silla frente a Cascaan. Él alzó la
mirada, y por un instante pudo verse la sorpresa en sus ojos. Luego mostró una
lenta y triste sonrisa.
-Supongo que usted es Hark.
-Sí, señor –dije.
-Esperaba a un hombre.
-Es un prejuicio bastante común –dije-. No lo
tomaré como algo personal.
Saqué el chit de créditos del bolsillo de mi
chaqueta y lo coloqué sobre la mesa. El tablero negro de la mesa hizo que el
chit plateado pareciera más brillante de lo que era. El general lo miró con el
ceño fruncido y extrajo un cristal de memoria esmaltado en rojo de su bolsillo.
Esperé, obligando a mi cuerpo a permanecer relajado y calmado mientras sentía escalofríos al pensar en el interrogador jefe
aterrizando su nave cinco niveles por encima de mí.
-Supongo que esos son los planos de los que
hablamos –dije, tratando de mostrar un aire despreocupado sin dejar que la
pelota se detuviera.
El general frunció el ceño y asintió al mismo
tiempo. La presión de su pulgar y su índice sobre el cristal no disminuyó. Tuve
la sensación de que si estiraba la mano para cogerlo, lo habría apartado de mi
alcance. Cuando habló, su voz era grave y precisa.
-¿Alguna vez ha traicionado a alguien?
Sentí que el corazón se hundía en mi pecho. Los
cambios de opinión a última hora siempre eran un riesgo en esta clase de
operaciones. Normalmente, podía disponer de unas horas para hacer que el
objetivo se emborrachara y se pusiera sensiblero, cantar algunas canciones
acerca de la gloria y el amor perdidos, y ofrecer cualquier apoyo y consuelo
que necesitase para hacer el intercambio. Esta no era una de esas veces. Si
decidía rechazarme, los planos de la próxima generación de Destructores
Estelares se desvanecerían ante mis ojos como humo entre los dedos. Además,
probablemente me matarían. No eran los resultados que me interesaban.
-Lo he hecho, pero no a la ligera –dije-. Siempre
tuve mis razones.
-¿Lamenta esas traiciones?
-No.
Dejó caer el cristal de memoria en la palma de su
mano y cerró el puño a su alrededor. Había lágrimas en sus ojos. En otras
circunstancias, habría encontrado ese gesto menos frustrante.
-He sido un leal súbdito del Emperador. He seguido
las órdenes de mis comandantes. Me he dicho a mí mismo que estábamos trayendo
el orden a la galaxia porque eso era lo que nos contaban. ¿Quién era yo para
llevarles la contraria?
Me incliné hacia él y le puse suavemente la mano en
la muñeca.
-Lo comprendo –dije.
-Si hacemos esto –dijo Cascaan-, seré responsable
de la muerte de miles de soldados.
-¿Y si no lo hace? ¿Cuánta gente morirá si nos
olvidamos de todo este asunto? ¿Y serán soldados, o gente inocente que
simplemente vive en mundos a los que el Emperador ha decidido no respetar adecuadamente?
-Nadie tiene acceso a esto. Cuando salgan a la luz,
se sabrá que me he vuelto contra ellos. Me matarán por esto.
Sus dedos no aflojaron su presa. Cambié de táctica,
apartando mi mano y dando golpecitos con el dedo al chit plateado.
-Aquí hay suficiente dinero para que se ponga a
salvo. Podrá desvanecerse en el Borde, encontrar un lugar tranquilo, un nuevo
nombre. Un nuevo rostro. Estará bien.
-¿En serio, Hark? ¿Acaso mi conciencia no cuenta
para nada?
No le presiones,
me dije. Ya está medio aterrorizado, y si
le metes prisa sólo servirá para que se bloquee. Respiré profundamente,
dejé escapar el aire lentamente, relajé los hombros y suavicé mi expresión. El
droide de servicio llegó siseando a mi izquierda con una nueva taza de té. La
ciudad al otro lado de las ventanas se alzaba y descendía.
Tenía tal vez un par de minutos.
-Desde luego que cuenta –dije-. Tengo la impresión,
señor, de que hay algo que quiere contarme.
-Sabe que dirigí el asalto a Buruunin.
-Lo sé –dije-. Perdí a personas a las que apreciaba
en ese ataque.
-Las ciudades estaban indefensas –dijo-. Tan pronto
como recibí la orden del bombardeo, supe que tendía que traicionar a mi
Emperador. A mi Imperio. Esas muertes no traían ningún orden. Sólo miedo. Eran
un error.
-Sin embargo, no canceló el ataque –dije, con más
brusquedad de la que debería haber usado. Él no vaciló ni aflojó el agarre
sobre los planos.
-No habría supuesto ninguna diferencia. Me habrían
ejecutado, y mi segundo al mando habría dado la orden. La insubordinación es
una forma estúpida de morir. Tengo mi honor, pero no soy ningún estúpido.
Me quedaba aproximadamente minuto y medio. Esto no
estaba yendo bien.
-Después de eso –dijo el general Cascaan-, hubo innumerables
colaboradores. Llegaban a cada puesto avanzado que establecíamos, gimoteando y
llorando, diciendo que tenían información que vendernos. Dónde se ocultaban los
rebeldes, quien les había ayudado, dónde estaban sus alijos de armas. Por unos
pocos créditos, habrían vendido a sus madres.
-Estaban desesperados –dije-. Tenían miedo.
Se volvió para mirarme de frente. Hasta ese momento
no me había dado cuenta de que había estado evitando mis ojos. En su expresión
había un dolor que me dejó sin aliento. Llevaba bastante tiempo trabajando en
la clandestinidad, y en algún momento había dejado que Cascaan y personas como
él se convirtieran para mí en una especie de enemigo sin rostro. Bueno, pues
ahí estaba su rostro, y no era el de un inflexible líder de soldados.
-Yo estoy
desesperado –dijo en voz baja-. Yo
tengo miedo. Esa gente a la que despreciaba, y la despreciaba de verdad, Hark... ahora me he
convertido en eso. Estoy vendiendo la confianza que se ha puesto en mí por
dinero. Por seguridad. Por la hermosa mentira de que puedo ser un hombre mejor
haciendo este pacto con el diablo.
-Ellos eran refugiados en un ataque militar a todo
un planeta. Usted es uno de los hombres más poderosos del Imperio –dije-. Me
parece que usted está en una situación bastante diferente.
-¿Y eso habla mejor de mí? ¿O peor?
-Mejor –dije, principalmente porque parecía la respuesta
con más probabilidades de lograr que abriera los dedos. Me pregunté si,
abalanzándome sobre él, sería capaz de conseguir los planos y escapar por la
puerta antes de que alguien me detuviera. No parecía probable. Y si le decía
que ambos estábamos a punto de ser arrestados por el Imperio, no me parecía que
hubiera demasiadas probabilidades de que el proceso avanzara.
-No estoy de acuerdo –dijo el general-. Este trato
es innoble. No me deja mejor que ellos. No puedo aceptar su dinero.
Se estaba retractando. Mi comunicador sonó. Con una
mueca, respondí.
-No es buen momento, Elecuatro. Estoy en medio de
un asunto.
-Señora, he hecho todo lo que he podido. Esa... situación va a requerir su atención.
Cascaan abrió su mano. El esmalte rojo captó la luz
de la ventana, brillando en su palma como si tuviera sangre en el cuenco de su
mano. Levanté la mirada hacia el muro oscuro de salas privadas y ascensores en
el centro del club.
Hora del plan C.
-¿Puede seguir luego con ese tema? –dije,
levantando un índice-. Volveré enseguida.
Caminé hacia los ascensores, pensando en todas las
formas en las que esto podía desarrollarse y en cómo yo podía afectar a la
situación que realmente se estaba desarrollando. El droide de servicio llegó velozmente
para ver si quería algo para acompañar mi té, y lo aparté con un gesto. No
podía distinguir si mi inestabilidad era debida a la adrenalina o si la ciudad
había sido golpeada por olas más grandes de lo habitual.
-Elecuatro –dije por el comunicador-. ¿Sabemos dónde
está?
-El interrogador Sulannis está en el ascensor,
dirigiéndose a la planta principal, señora.
-¿Podemos apagar el ascensor?
-Ya he intentado hacerlo una vez, señora. Está
usando su anulación de seguridad. No tengo acceso.
Toda una serie de soluciones se desplomó y murió.
Por otra parte, había menos cosas en las que pensar. Ya estaba a menos de mitad
de camino del centro.
-¿En qué ascensor está?
A mi derecha, la puerta de un ascensor se abrió y
salió una anciana quarren. No era Sulannis.
-Elecuatro, ¿en qué ascensor está?
-Estoy consultándolo, señora.
-Más vale que sea rápido.
-El seis.
Giré hacia mi izquierda, sin correr, sino caminando
más rápido. Mis opciones se reducían rápidamente. El sabor cobrizo del pánico
llenó mi boca, y lo ignoré.
Las puertas del ascensor estaban esmaltadas en
negro y eran lisas como un espejo. Hice que mi reflejo pareciera calmado,
elegante, tal vez un poco aburrido. La diferencia entre a salvo y demasiado
tarde iba a marcarse por escasos segundos. Las puertas se estremecieron y se
abrieron deslizándose. Nuuian Sulannis estaba de pie en la cabina del ascensor,
y la luz parecía caer sobre su uniforme negro como si este estuviera tejido con
agujeros negros. Comenzó a salir, y fingí cruzarme en su camino, tratando de
apartarme al mismo lado que él, creando un pequeño baile de embarazosos
tropezones. Su ceño fruncido podría haber abierto la concha de un escarabajo
keeb.
-Lo siento –dije. Y luego añadí-: ¿No es usted el
interrogador Sulannis?
Tuvo tiempo para denotar sorpresa, y entonces
planté una patada directa justo sobre su pelvis. El golpe estaba diseñado para
hacerle tambalearse hacia atrás, y lo logró. Las puertas del ascensor se
cerraron deslizándose y me colé entre ellas mientras él recuperaba el
equilibrio. Pulsé el botón de la plataforma de aterrizaje.
La lucha cuerpo, especialmente en ocasiones como
esta cuando el oponente era mucho más grande que yo, significaba técnicas de
agarre. Comencé con una llave a su codo, pero se zafó de ella con suerte y
fuerza bruta a partes iguales. Me golpeó dos veces en las costillas, pero el
reducido espacio de la cabina del ascensor le dificultaba poner mucha fuerza a
los golpes, dándome la oportunidad de hacer un barrido con la pierna que lo
derribó al suelo. Una vez que tuve mi brazo rodeando su cuello, todo terminó,
pero la asfixia tardó largos y terribles segundos en hacer efecto. Cuando
finalmente quedó inerte debajo de mí, ya estábamos en la plataforma de aterrizaje.
Pulsé los controles para llevarme debajo de nuevo antes de que nadie pudiera
ver a una desaliñada ingeniera de armamento a horcajadas sobre el cuerpo
inconsciente de un interrogador imperial.
Me quedaba una dosis de sedante en mi zapato. La
usé en él, detuve el ascensor en el tercer nivel, arrastre a Sulannis al lavabo
de señoras y lo introduje en un cubículo. Todo ello me costó menos de cinco
minutos.
En mi descenso de vuelta, me recoloqué el traje,
alisando las arrugas mientras trataba de pensar en cómo convencer al general
para que realizara el intercambio. Tan pronto como se abrieron las puertas del
ascensor, supe que todo había acabado. La pequeña mesa en la que habíamos
estado sentados estaba vacía. No podía ver a Cascaan por ninguna parte. Conforme
me acercaba, vi pequeñas volutas de vapor alzándose de mi taza de té. El nudo
en mi garganta era decepción, y rabia, y frustración, pero también había algo
más. Alguna parte de mi mente me advertía de que estaba pasando algo por alto.
Esto no era lo que parecía.
-¿Señora? –dijo L4-3PO por mi comunicador-. ¿Todo
va bien?
En la mesa negra, brillaba el chit plateado con el
pago de Cascaan. A su lado, el rojo brillante del cristal de memoria. Había
dejado los planos, y también el pago. Iban a capturarle, y él lo sabía, y no
había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Cuando levanté la mirada, allí
estaba. Fuera de la ventana, caminando por el puente del canal, alejándose de
mí. Llevaba la espalda erguida y orgullosa, la cabeza alta. Era la primera vez
que se parecía al hombre de los hologramas. Un guerrero, dispuesto a luchar.
Dispuesto a morir.
Recogí los objetos plata y escarlata y los
introduje en mi bolsillo antes de activar el comunicador.
-Hora de marcharse. Ve arrancando la lancha
repulsora y volvamos a la nave. Necesitamos estar fuera de aquí antes de que
Sulannis se despierte.
-Sí, señora –dijo el droide-. ¿Puedo preguntarle si
ha conseguido lo que vino a buscar?
-Sí –dije.
-¿Y el general?
Cascaan alcanzó el otro lado del puente, giró a la
derecha, y avanzó saliendo de mi línea de visión.
-Él también.
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