El ajo mocoso de Nagma llegó una semana después, de
contrabando junto a un cargamento de piezas de repuesto para droides y
suministros médicos. Para cuando vino a recogerlo, me di cuenta de que aquello
que le aquejaba había empeorado significantemente.
Desde la última vez que habíamos hablado, sus ojos
se habían hundido en su rostro, dando a su cara una fantasmal expresión
cadavérica, como una calavera que mantuviera pegada sólo una finísima capa de
piel. De algún modo, parecía haberse vuelto aún más esquelético, salvo por su
vientre, que abultaba grotescamente en su uniforme. Se lo sostuvo con las manos
al sentarse, sujetándolo y haciendo muecas de dolor como si sufriera los
dolores de un terrible e inconcebible embarazo.
-¿Estás bien? –pregunté.
Meneó la cabeza, rechazando la pregunta. Hablaba
con un débil y dolorido hilo de voz.
-¿Lo has conseguido?
-Sí, y me alegro de librarme de él –dije, buscando
en el bolsillo oculto que había cosido en el interior de mi pernera, y
pasándole el bulbo de ajo mocoso por debajo de la mesa-. Esta cosa apesta peor
que un tauntaun mojado.
-Toma.
Agarrando el ajo, me dejó en la palma de la mano un
fajo de notas de crédito, y ya se levantaba para marcharse. No llegó muy lejos.
A tres metros de distancia, hubo un agudo grito de dolor, y ambos alzamos la
mirada para ver cómo uno de los otros reclusos –un sociópata rodiano llamado
Skagway- pasaba volando por encima de la mesa contigua, con la sangre manando
por el agujero de su garganta y salpicando la parte delantera de su uniforme
hasta empaparlo completamente. En el momento en que impactó contra el suelo,
tres miembros de los Reyes de los Huesos saltaron sobre él, y vi que Nagma ponía
expresión de asco.
-¿Qué están haciendo? –preguntó.
-Deshuesarlo –dijo, y le tomé del brazo-. Mejor no
mirar.
El que estaba al mando era un asesino de masas
llamado Vas Nailhead, conocido especialmente por fabricarse armas afilando los
fémures y las costillas de sus víctimas.
Por un instante Nagma quedó paralizado, incapaz de
apartar la mirada. Tras un segundo, Vas se enderezó, con las manos cubiertas de
sangre fresca.
-¿Qué es lo que miras, gusano?
Antes de que Nagma pudiera responder, la mano de
Nailhead salió disparada y le agarró, tirando de él tan rápidamente que sus
largas piernas delgaduchas colgaron en el aire. Vi que Nagma abría la boca,
indefenso, con los ojos abiertos como platos por el pánico.
-Tranquilo, Vas –dije, levantando una mano-. No
pretendía ofenderte.
Nailhead me miró fijamente y frunció los labios.
-¿Zero? ¿Defiendes a este pedazo de vómito?
-Es un cliente –dije, encogiéndome de hombros-.
Tengo que proteger mi fuente de ingresos, ¿no?
Nos mantuvimos la mirada un instante, y levanté del
suelo mi pie derecho. Mis botas carcelarias estaban revestidas con plexiacero,
y Nailhead sabía lo que le haría si decidía plantársela en la cara.
Dejó escapar un bufido y soltó su agarre, dejando
caer a Nagma de nuevo en su sitio en la mesa. Por un instante, ninguno de los
dos dijo nada. Después de lo que pareció una eternidad, Nagma me miró.
-Me has defendido.
-No es nada –dijo-. Olvídalo.
Él meneó la cabeza.
-No lo haré.
Suspiré.
-Escucha. Aquí todo es una prueba. Es simplemente
cuestión de elegir tu momento, y de no dudar cuando ha llegado.
Nagma dejó escapar lentamente un suave suspiro, y
sus hombros huesudos temblaron. El olor empalagosamente dulce que inicialmente
había atribuido al miedo se había vuelto innegablemente más fuerte, y me di
cuenta entonces de lo que era; algún tipo de fiebre, una enfermedad que no
hacía sino empeorar. En su enfermizo estado, el ataque parecía haber drenado
cualquier fuerza que le quedara, dejándole visiblemente agotado.
-Preguntaste por mi historia. –Algo atravesó su
rostro, una sombría tirantez en los bordes de sus labios que podría haber sido
una sonrisa... sólo que había sido despojada del componente emocional, dejando
una especie de desesperación desapegada-. Soy de Monsolar. Una pequeña bola de
barro sin importancia escondida en el sistema Alzoc.
-Nunca he oído hablar de ese planeta.
-No te pierdes gran cosa. –Meneó la cabeza-. Es un
agujero. Bosques frondosos, tribus primitivas, la mayoría de ellas en guerra
con las demás... no muchos salen de ahí.
-Tú lo hiciste.
Me lanzó una mirada llena de ironía.
-Sólo para acabar aquí –dijo-. Y es todo culpa mía.
Me pillaron con una carga robada de detonadores termales en un espaciopuerto de
Urdur. Eso es una cadena perpetua automática en cualquier sistema.
-Mala suerte –dije.
Nagma se encogió de hombros.
-El gánster que me contrató dijo que podía
ayudarme. Estaba desesperado. Supongo que aún lo estoy.
Volví a mirarle, vi el sudor que caía por su rostro
demacrado, el estómago protuberante.
-Estás enfermo –dije.
-Es peor que eso –dijo-. Es el Gusano.
-¿El qué?
Se miró las manos temblorosas por un instante, como
si el resto de su historia fuera a materializarse por arte de magia delante de
él, evitándole tener que contarla en voz alta. Al no ocurrir nada, tomó una
profunda bocanada de aire y continuó.
-¿Has oído hablar alguna vez del syrox? ¿El
Gusano-Lobo de Monsolar?
-Mentiría si dijera que sí.
-Es una especie dominante, nativa de mi planeta
natal. –Dejó escapar el aire lentamente-. Una forma de vida ectomorfa,
evolucionada en algunos aspectos, pero no en otros; un depredador sin cerebro
pero sumamente eficiente. Se alimenta de sangre. Imagina un parásito fluvial
ciego de la mitad de tamaño de este comedor, con una boca llena de filas de
dientes formando anillos, y comenzarás a hacerte una idea.
No dije nada, simplemente esperé a que continuara.
-En mi planeta –dijo Nagma-, la mayoría de las
tribus locales lo veneran, o lo temen, o ambas cosas. Durante generaciones,
construimos nuestra cultura a su alrededor, nuestras historias y mitos y
rituales de madurez. –Me sonrió con gesto enfermizo, y bajó la mirada al bulto
hinchado de su vientre-. Cada temporada, el syrox deposita sus huevos en la
corriente del río. Comienzan siendo pequeños... microscópicos. Por eso en
Monsolar nunca bebemos agua sin filtrar. Pero supón que un niño se pierde en la
jungla... y comienza a tener demasiada sed...
Le miré fijamente, haciéndome una idea de cómo
podía haber llegado a ocurrir. Nagma volvió a asentir y me ofreció esa terrible
sonrisa carente de emociones.
-El tiempo de incubación es lento. –Bajó la mirada
a su estómago hinchado, y una terrible desesperanza asomó en su rostro-. Pero
con el tiempo siempre acaba saliendo.
-Y el gánster que te contrató para transportar esos
detonadores...
Nagma volvió a asentir.
-Dijo que podía conseguir que me lo quitaran, que
podía ofrecerme una complicada cirugía en una clínica de los Mundos del Núcleo.
Pero las autoridades me capturaron antes. Tampoco es que eso importe ahora. –Se
dio unos suaves golpecitos en el estómago-. Va creciendo día a día. Puedo
sentirlo crecer, empujando mis órganos. A veces, por las noches... –tragó saliva-,
puedo sentirlo moviéndose dentro de mí. Y tengo que sacármelo.
Sacó el bulbo de ajo de su bolsillo y lo colocó
sobre la mesa, y por un instante ambos lo observamos.
-¿Y qué tiene que ver todo esto con el ajo?
-Allá en Monsolar, tenemos un viejo remedio popular
para aquellos que han sido infectados. Acostarse con un bulbo de ajo mocoso en
la almohada. Dicen que el syrox es atraído por el olor. Sale reptando por sí
mismo.
-Sin ánimo de ofender... –Me levanté, me incliné
sobre la mesa y le di unos golpecitos en el pecho con mis dedos-. Tienes una
bomba implantada en el corazón. Y en cualquier momento pueden emparejarte con
otro recluso, que con toda probabilidad te matará. –Agité la mano, señalando a
los reclusos alineados en las mesas del comedor-. Cualquiera de nosotros podría
estar muerto mañana. ¿Por qué te preocupas tanto por sacar este parásito de tu
organismo?
Nagma me devolvió la mirada, y por un instante creí
ver un destello del joven miembro de tribu que una vez fue, resuelto e
impávido, con todo su futuro por delante. Antes de que el Gusano entrara en él.
Antes de que le trajeran aquí. Cuando volvió a hablar, su voz era suave y
calmada, pero tenía una cualidad de duro acero.
-Mi tribu se enorgullece de mantener tradiciones de
justicia y honor –dijo-. Puedo aceptar mi sentencia, porque elegí transportar
esos detonadores de contrabando. Fue mi error, y pagaré por ello; con mi vida,
si he de hacerlo-. Estrechó los ojos, haciéndolos fríos como el hielo-. Pero
quiero irme a mi manera, Zero. Limpio. –Hizo una mueca-. Sin esta maldita cosa
reptando en mi interior.
Abrió la boca para decir algo más, y entonces sonó
la campana. En la Colmena, eso sólo significaba una cosa. El emparejamiento
estaba a punto de comenzar. Cuando sonaba la alarma, tenías cinco minutos hasta
el cierre, y sabía en qué estaba pensando Nagma: en lo que pasaría si el
algoritmo, en su infinita sabiduría, le seleccionara a él, y cuando las
incontables partes móviles de la Sub Colmena Siete terminasen su
reconfiguración, el muro de su celda se abriera para revelar el recluso que con
toda certeza causaría su muerte.
Cuando volví a levantar la mirada, ya se había ido.
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